Acabo de comenzar a leer El futuro de la vida, de Edward O. Wilson. Constituye el prólogo de este libro (sobre el que profundizaré en Homo libris más adelante, a buen seguro) una carta del eminente mirmecólogo a Thoreau, uno de los padres del movimiento conservacionista del que algo cité no hace demasiado tiempo por aquí, y de su visión del trabajo hace ya bastante.
De este prólogo emotivo, apasionado, sentido, quería extraer un fragmento que me ha gustado sobre qué es ser un naturalista. Aquí os dejo con Wilson dirigiendo la palabra a Thoreau. Espero que lo disfrutéis.
Existen dos tipos de naturalistas, y en esto coincidirás conmigo, definidos por las imágenes de búsqueda que los guían. El primero (los de tu tribu) está constituido por los naturalistas interesados en encontrar organismos grandes: plantas, aves, mamíferos, reptiles, anfibios, quizá mariposas. Las personas que buscan organismos grandes están atentos a los gritos de los animales, escudriñan en la bóveda arbórea, hurgan en los huecos de los árboles, buscan cagarrutas y rastros en las orillas fangosas. Su línea visual vacila a lo largo de la horizontal, primero hacia arriba para examinar la bóveda arbórea, después hacia abajo para fijar la vista en el suelo. Las personas de organismos grandes buscan un solo hallazgo que sea lo suficientemente bueno para el día. A ti, recuerdo, no te importaba andar siete kilómetros o más para ver si determinada planta había empezado a florecer.
Yo soy un miembro de la otra tribu: un amante de las cosas pequeñas; también un cazador, pero más en la línea de una zarigüeya que husmea que en la de una pantera que rastrea. Pienso en milímetros y minutos, y no soy en absoluto paciente mientras merodeo, porque la riqueza de los invertebrados y la recompensa rápida por un pequeño esfuerzo me han viciado para siempre. Si penetro en un trecho de bosque rico, raramente ando más allá de unas pocas decenas de metros. Me detengo frente al primer tronco en putrefacción prometedor que encuentro. Arrodillándome, le doy la vuelta, y el pequeño mundo que vive debajo me proporciona siempre una gratificación instantánea. Se separan raicillas y filamentos fúngicos, caen a tierra fragmentos adheridos de corteza. El olor húmedo, dulce y mohoso del suelo sano se eleva como un perfume hasta los orificios nasales que lo aman. Los habitantes del tronco que quedan a la vista son como los ciervos iluminados de repente por los faros de un vehículo en una carretera comarcal, congelados en un momento de su vida secreta. Se dispersan rápidamente para evitar la luz y el aire desecante, cada uno de ellos maniobrando de la manera particular de su especie. Una araña lobo macho sale zumbando precipitadamente, recorre varios cuerpos de longitud y, al no encontrar refugio, se detiene y se queda rígida. Su tegumento moteado le proporciona camuflaje, pero la cápsula ovígera de seda blanca que transporta entre sus pedipalpos y quelíceros la descubren. Cerca de ella, milpiés iúlidos, que ramoneaban moho cuando llegó el cataclismo, arrollan su cuerpo en espirales defensivas. En el extremo alejado de la superficie expuesta, un gran ciempiés escolopéndrido se encuentra parcialmente escondido bajo fragmentos de corteza en descomposición. Sus escleritos constituyen una armadura parda reluciente; sus mandíbulas, agujas hipodérmicas llenas de veneno; sus patas, hoces curvadas hacia abajo. La escolopendra no supone ninguna amenaza a menos que la cojas. Pero ¿quién se atrevería a tocar a este dragón en miniatura? En lugar de ello la golpeo con la punta de una ramita. ¡Fuera de aquí! Se retuerce, da media vuelta y desaparece en un instante. Ahora puedo registrar sin peligro el humus con mis dedos, en busca de especies menos amenazadoras.
Edward O. Wilson, El futuro de la vida.
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