Miguel Delibes, vallisoletano, la voz de los sin voz, de la naturaleza, del hombre esencialmente humano que resulta envilecido por el desarrollo. Desarrollo que no es tal, que no podemos concebir en su acepción primera porque no puede serlo si implica la destrucción.
Se nos va Delibes en la semana que homenajeo (que tantos homenajeamos) a Félix Rodriguez de la Fuente. Fue amigo suyo, como plasmó en la dedicatoria de una de sus obras más conocidas, Los santos inocentes. La vinculación entre esa obra y Félix no queda ahí. La película de Mario Camus, donde aparecía un Paco Rabal interpretando magistralmente «al Azarías», contaba con una particular actriz. La milana bonita, la grajilla que se posaba sobre el hombro del Azarías fue entrenada por Aurelio Pérez, el naturalista responsable de tantas maravillosas escenas de «El hombre y la Tierra». Pensaba hablar de esta anécdota durante la semana, al referirme a los colaboradores de Félix, pero no podía imaginar que sería así, de esta manera, con la tristeza de la pérdida de Miguel Delibes tan reciente.
Mencionaba en Homo libris que Félix y Miguel compartieron una concepción imbricada, inseparable, del hombre y de la naturaleza. Su concepción del sentido de lo global, de la responsabilidad del hombre hacia el planeta que les hizo ser unos adelantados a su época.
Pocos discursos, a mi parecer, resultan tan comprometidos como el que pronunció Miguel Delibes cuando tomó posesión de su cargo en la Academia. publicado como libro bajo el título de SOS, Un mundo que agoniza o El mundo en la agonía, resulta una obra impagable cuya lectura es más que recomendable. Os dejo con unos fragmentos para homenajear, de alguna forma, la figura del insigne autor.
En la actualidad la abundancia de medios técnicos permite la transformación del mundo a nuestro gusto, posibilidad que ha despertado en el hombre una vehemente pasión dominadora. El hombre de hoy usa y abusa de la Naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro. La Naturaleza se convierte así en el chivo expiatorio del progreso.
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La pueril idea de un mundo inmenso, inabarcable e inagotable, que acompaña al hombre desde su origen, se esfuma a mediados de este siglo con la aparición de aviones supersónicos que ciñen su cintura -la del mundo- en una hora y con el primer hombre que pone su pie en la Luna. Las fotografías tomadas desde los cohetes lunares muestran al planeta Tierra como un pequeño punto azul en el firmamento, lo que equivale a reconocer que cien mil millones de otras galaxias pueden albergar, cada una, cientos de miles de sistemas solares semejantes al nuestro. La técnica, que puede mucho, evidencia que somos poco. Esto supone para el orgullo del hombre, en cierto modo, una humillación, pero también una toma de conciencia: la de estar embarcado en una nave cuya despensa, por abastecida que quiera estar, siempre será limitada. Esta convicción destruye la idea peregrina de la infinitud de recursos y presenta, a cambio, de cara al futuro, el posible fantasma de la escasez. Merced al perfeccionamiento de las técnicas de prospección, el hombre empieza a tocar ya las tristes consecuencias del despilfarro iniciado con la era industrial.
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El hombre, desde su origen, guiado por unas miras que pretenden ser prácticas, ha ido enmendando la plana a la Naturaleza y convirtiéndola en campo. El hombre, paso a paso, ha hecho su paisaje, amoldándolo a sus exigencias. Con esto, el campo ha seguido siendo campo pero ha dejado de ser Naturaleza. Mas, al seleccionar las plantas y animales que le son útiles, ha empobrecido la Naturaleza original, lo que equivale a decir que ha tomado una resolución precipitada por que el hombre sabe lo que es útil hoy pero ignora lo que le será útil mañana. Y el aceptar las especies actualmente útiles y desdeñar el resto supondría, según nos dice Faustino Cordón, sacrificar la friolera de un millón de especies animales y medio millón de especies vegetales, limitación inconcebible de un patrimonio que no podemos recrear y del que quizá dependieran los remedios para el hambre y la enfermedad de mañana. Así las cosas, y salvo muy contadas reservas, apenas queda en el mundo Naturaleza natural.
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A la vista de los papeles garrapateados por mí hasta el día no necesito decir que el actual sentido del progreso no me va, esto es, me desazona tanto que el desarrollo técnico se persiga a costa del hombre como que se plantee la ecuación Técnica-Naturaleza en régimen de competencia. El desarrollo, tal como se concibe en nuestro tiempo, responde, a todos los niveles, a un planteamiento competitivo. Bien mirado, el hombre del siglo XX no ha aprendido más que a competir y cada día parece más lejana la fecha en que seamos capaces de ir juntos a alguna parte. Se aducirá que soy pesimista, que el cuadro que presento es excesivamente tétrico y desolador, y que incluso ofrece unas tonalidades apocalípticas poco gratas. Tal vez sea así: es decir, puede que las cosas no sean tan hoscas como yo las pinto, pero yo no digo que las cosas sean así, sino que, desgraciadamente, yo las veo de esa manera.
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Mis personajes hablan poco, cierto, son más contemplativos que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo, como dice Buckley, es por escepticismo, porque han comprendido que a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos. De ahí que el Ratero se exprese por monosílabos; Menchu en un monólogo interminable, absolutamente vacío; y Jacinto San José trate de inventar un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite su aislamiento. Mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineluctablemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles.
Que encuentre el descanso que merece en un cielo castellano repleto de perdices rojas.